Son las ocho de la mañana y hay un hombre viajando a 20 kilómetros por hora en el carril bici de la avenida Diagonal de Barcelona. Flequillo al viento, se recorre la ciudad con la particularidad de que lo hace en silla de ruedas. Nadie diría que esos aparatos corran tanto. El caso es que hay una silla roja que va a toda velocidad por la avenida. Tiene una especie de complemento motorizado (Batec) que se adapta a la silla de ruedas y que funciona con una batería que se carga “como un móvil”.
Este barcelonés de 45 años se llama Javier de Oña y es subdirector de la Fundación Integralia DKV. Fue una de las nueve primeras personas que iniciaron la actividad de la Fundación en el año 2000, cuando nació la entidad. “Mi padre era agente de seguros, entonces cuando el Dr. Santacreu (CEO de DKV) impulsó la fundación, entré a trabajar». Dos años antes Javier de Oña tuvo un accidente que le provocó que tuviera que ir acompañado de una silla de ruedas durante el resto de su vida. “Tengo una tetraplejia a nivel C5-C6 motora y nivel C4/C5 sensitiva. No tengo movilidad en los pies, piernas, caderas, tronco, manos, pero los brazos los puedo mover; no plenamente, ya que no tengo tríceps en un brazo, aunque me permite realizar transferencias para trasladarme de mi silla de ruedas al coche, cama… con la ayuda de otra persona”.
En el año 1998 se gestó el estallido de la burbuja .com, un escándalo sexual de Bill Clinton con Mónica Lewinsky conmocionó el mundo, Titánic se convertía en la película más laureada de la historia, el exdictador Augusto Pinochet fue detenido en el Reino Unido por crímenes de guerra, murió Frank Sinatra y Linda Macartney, el mundo presenció el nacimiento de un gigante como Google y el Real Madrid ganaba su séptima Copa de Europa frente a la Juventus.
Quizá su accidente comenzó en el minuto 66 de aquel partido, cuando Panucci centra desde el costado derecho tras un saque de banda, cuando el balón le llega a Roberto Carlos, que hace un centrochut que golpea en un defensa y que deja el balón muerto en el área pequeña para que Pere Mijatovic recorte al portero y marque a placer, en claro fuera de juego.
Terminó el partido y el suegro de Javier, que era del Madrid, le llamó:
– ¡Vente a tomar una copa de cava para celebrarlo!
– ¡Pero si soy del Barça!
Y como un suegro siempre tiene la última palabra, Javier fue a tomar una copa.
En el Eixample tuvo el accidente, que pasó como se producen la mayoría de los accidentes: con un poco de error de aquí y otro poco de error de allá. El caso es que Javier no llegó a tomarse nunca esa copa de cava.
En los días siguientes vinieron las operaciones, las visitas, las caras condescendientes de amigos y familiares. Imagino un vacío tremendo dentro, la rabia anegando las entrañas. Semanas enteras repasando concienzudamente: haber salido unos segundos más tarde de casa, coger el transporte público en lugar de la moto, no adelantar a aquel coche, o mismamente que el árbitro hubiera anulado el gol de Mijatovic por fuera de juego. En todo pudo haber un poco de culpa. Tantos detalles que podían haber cambiado la historia.
Así es la vida. De un día para otro te despiertas totalmente inmóvil en una cama, “sin poder realizar movimientos muy básicos, como levantar un brazo, un dedo. Es un shock muy duro. Recuerdo la primera vez que me vi delante de un espejo. Me puse a llorar y a llorar y a llorar y a llorar… ¿Por qué a mí? Fue muy duro. Muy incierto y confuso. Muy negro. Ves a tu familia, siempre pendiente a tu alrededor, sufriendo muchísimo. A veces era yo el que les tenía que animar y decirles que no pasaba nada.”
La Fundación Integralia DKV llegó dos años después. Durante ese tiempo, Javier tuvo que desaprender y volver a aprender muchas cosas. A lavarse los dientes, a coger un tenedor, a conducir, a afeitarse y, sobre todo, a reconducir su carrera profesional. Trabajaba gestionando equipajes en el aeropuerto de El Prat. No muy lejos de allí estaba Integralia. Comenzó como operador y junto a su crecimiento personal, junto al crecimiento de la Fundación, también llegó su crecimiento profesional. Primero fue operador, luego agente, luego supervisor, luego director de centro y luego director de operaciones, cargo que a día de hoy combina con la subdirección de la Fundación. “Tienes que pensar en aquello que te une a la vida. En cómo afrontar la nueva situación y centrarte en todo aquello que puedes hacer. Si me fijara solo en lo que no puedo hacer no podría vivir. Pero me centro en todo lo que soy capaz, y entonces pienso ‘¡si tengo una vida fantástica!’.
Pero no fue fácil. La vida es un aprendizaje continuo y hasta que Javier tuvo esta óptica descargó mucha ira primero. “Cuando tuve el accidente me fui a vivir a casa de mi madre. Lo pagaba mucho con ella. Tenía mucha rabia dentro y parte de esta rabia la volqué en ella. La verdad que a mí me vino súper bien (ríe), pero a mi madre la pobre… Cuando se me pasó este enfado le pedí perdón muchas veces. Comencé a asumir lo que me pasaba, que es el único modo de superarlo y empezar a mirar hacia delante”.
La relación que tenía Javier fue otra de las cosas que se acabaron marchando. La situación ya no era lo misma. El amor se fue anquilosando y juntos tomaron la decisión de convertir lo que tenían en una bonita amistad que dura hasta hoy. «Me veo con ella todas las semanas. Es una persona muy importante de mi vida. Simplemente ya no funcionaba. A veces sentía que teníamos una relación enfermera-paciente y esto fue desgastando. Pero a día de hoy es una grandísima amiga».
Pero al igual que las capacidades, al igual que la ilusión por la vida, el amor es una de esas cosas que se van, pero que siempre están a tiempo de volver. Años más tarde conoció a la que hoy es su mujer y con la que ha tenido dos maravillosos niños. “Eso ha sido lo más fácil del mundo; encuentras a alguien que la ves, que te ve, que te mira, que la miras, que la amas, que te ama, y todo surge con una naturalidad que te lleva a preguntar: «¿Es verdad o un sueño del que me voy a despertar»? Los niños son un regalo”.
Con esta historia queremos ilustrar la vida de Javier de Oña como un ejemplo de que la discapacidad no ha de limitar per se a una persona; no ha de renegarla al ostracismo. A todos como sociedad nos puede servir la historia de Javier y poder ver la persona más allá de una silla, o de una falta de movilidad, o de una enfermedad o de las secuelas de un accidente. Javier de Oña lleva ya 18 años trabajando en la Fundación, lleva una vida completamente normal y lejos quedaron las preguntas ¿por qué a mí? o ¿quién tiene la culpa?.