El debate lingüístico
No hay debate que parezca más inocuo que el lingüístico. Parece incluso una broma de mal gusto cuando vemos a políticos, lingüistas o intelectuales de todo tipo, debatir acaloradamente si una cosa debe llamarse de esta manera o de esta otra, y esto por supuesto inmiscuye al sector de la discapacidad o diversidad funcional. Habrá quien empiece a vacilar si aquellos autores de la vanguardia posmoderna como Focault, Derrida o Adorno, son en realidad genios con mucho atino o solamente sofistas con mucho tiempo libre.
El caso es que parece ser que su visión sobre la realidad y el lenguaje, donde el lenguaje es el que construye la realidad y no al revés, ha venido para quedarse. No existe hoy ningún espacio, sobre todo en colectivos vulnerables, donde no se realice una revisión semántica con tal de adecuar la ideología imperante de respeto, igualdad, solidaridad, etc… al uso de la lengua. Tal es así, que cada cierto tiempo llega a la palestra política temas peliagudos que sacuden con vehemencia a la opinión pública, cada vez más enfervorecida y beligerante en las RRSS. La última victoria lingüística ha sido la eliminación por parte de la RAE de la quinta acepción de fácil, que asociaba el adjetivo a la mujer y la definía como alguien que se “presta sin problemas a mantener relaciones sexuales”.
Discapacidad vs Diversidad funcional
Pero hay debates lingüísticos que no son tan evidentes. La invisibilización que perjudica a las personas con discapacidad es la misma invisibilización de los debates lingüísticos que afectan al colectivo. No hay aún un público enfervorecido que avive el debate y que por lo tanto pueda llegar a ejercer una auténtica presión que traslade a la política o a los circuitos de poder un debate lingüístico que debería interesar a todos los que trabajamos en este colectivo: ¿discapacidad o diversidad funcional?
El debate comenzó cuando el Foro de Vida Independiente (FVI) creó en 2005 una nueva nomenclatura para referirse al colectivo: diversidad funcional. La organización considera que una persona con discapacidad puede cumplir exactamente las mismas funciones que una persona que no la tiene. Es decir, una persona que está en silla de ruedas no puede caminar, pero sin embargo puede desplazarse de un lugar a otro. Realiza entonces la misma función –desplazarse-, pero lo hace de una manera distinta –diversa-.
La principal crítica a este término proviene de dos organizaciones que representan a personas con discapacidad, el Comité español de Representantes de personas con Discapacidad (CERMI) y su homólogo en Catalunya, COCARMI. Ambas coinciden en que este término es solo una forma de invisibilizar más al colectivo. Antonio Guillén, presidente de COCARMI, manifestó que el “término de diversidad funcional puede generar confusión e inseguridad jurídica, e incluso, rebajar las medidas de protección que seguimos necesitando”.
Por su parte, el CERMI publicó el pasado 2017 un manual de estilo donde se criticaba la utilización de diversidad funcional alegando que “no solo no describe la realidad sino que resulta confuso. Incluso en ocasiones pretende ocultar esa realidad, atacando el enfoque inclusivo y de defensa de derechos”.
Según ambas organizaciones, el colectivo se siente cómodo usando el término de personas con discapacidad, a lo que surge una pregunta, o varias ¿Debemos como parte de este colectivo mantener un término que posee alguna connotación negativa solo porque nos sintamos cómodos con él? ¿Tenemos tal responsabilidad sobre el lenguaje (y por lo tanto en la construcción de la realidad) como para abandonar esa especie de zona de confort y apostar por nuevos términos que construyan una realidad menos discriminatoria en el futuro?
Lo que está claro es que el lenguaje está en constante transformación y movimiento. No hace falta irse muy lejos para recordar que los términos subnormal, incapacitado, inválido, minusválido (aún muy presente), etc… pululaban por el panorama comunicativo con total normalidad –o impunidad-, lo que demuestra que cualquier novedad o evolución lingüística sufre siempre unos procesos de fricción antes de que acabe calando en el grueso de la sociedad. Pero ¿debe ser “diversidad funcional” el siguiente eslabón evolutivo?
Pros y contras del término Diversidad Funcional
La principal ventaja del término de diversidad funcional es que destierra de una vez por todas el estigma de que una persona posee o menos capacidades o una tara en las mismas. Hace el énfasis en la diversidad de capacidades de las personas para realizar las mismas funciones que la mayoría estadística -a la que se denomina “normal”- y sobre la que se construye todo el entorno social. Además, termina con el problema del término de persona con discapacidad, donde el sustantivo “persona” se adjetiva con una característica primaria de deficiencia -“discapacidad”- que condiciona su identidad en todos los contextos de la vida.
Diversidad de género, diversidad étnica, diversidad sexual, diversidad de especies… La palabra diversidad “ha acabado por significar, en la mayoría de los contextos lingüísticos, una variedad que debe tolerarse, respetarse, protegerse o promoverse”. Es, según Jordi Canimas, del Observatorio de Ética Aplicada a la Acción Social de la Universidad de Gerona, uno de los puntos débiles del término diversidad funcional. El autor -pese a estar de acuerdo en el uso del término- argumenta en un interesante artículo “¿Discapacidad o Diversidad Funcional?” que el concepto de diversidad pone de relieve que no poder ver, caminar, oír, pensar, etc… no es ni mejor ni peor que poder hacerlo, “que es, simplemente, otra manera de hacer las cosas y de vivir, y que considerarlas mejores o peores es una arbitrariedad que solo puede justificar una antropología del superhombre y la imposición del poder de la normalidad”.
Lo interesante del argumento viene aquí. Si consideramos que tener una discapacidad es solo una diversidad más y que no es ni peor ni mejor que tenerla, “se convertirían en características de las personas que deberíamos preservar y en algunas circunstancias promover. Cualquier intento tecnocientífico de luchar contra estas diversidades se convertiría en un genocidio. Sería tanto como luchar contra la homosexualidad o la pigmentación negra de la piel para erradicarlas”. Esto acabaría incidiendo en la protección o la discriminación positiva necesaria de la que goza hoy el colectivo. Si se elimina cualquier rastro de desigualdad o de dificultad para adaptarse al entorno, cualquier tipo de déficit, cabría pensar que no sería necesaria una discriminación positiva, y por ende, todos los programas sociales que ahora ayudan a las personas con discapacidad perderían su razón de ser.
Por el momento, el término de diversidad funcional no se ha extendido en el grueso de la sociedad, pero sí que es cierto que cada vez más organizaciones, administraciones y partidos políticos (sobre todo entre los círculos de Podemos y Ciudadanos), utilizan este término. Incluso en la prensa empiezan a aparecer artículos que alimentan el debate. Quizás nos hallemos ya en un punto de inflexión que seguramente no esté exento de polémica.
No es fácil la transición lingüística de un término a otro. Genera tensiones e incertidumbres. Desata consecuencias imprevistas. Envuelve en retóricas neblinosas. Parece incluso una pérdida de tiempo. Pero como decía un prolífico escritor mexicano, Salvador Elizondo, “el mundo no es más que el producto de una acalorada discusión acerca de los límites de la lingüística”. Cabe entonces debatir. Pensar. Pensarnos. Hasta dar con las teclas idóneas que escriban las palabras idóneas, aquellas que vistan y conformen una realidad libre de discriminación, estigmas y prejuicios, contra los que desde Integralia luchamos cada día.